26 de junio de 2008

Fortuna y su rueda

"Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis por este signo: todos los necios se conjuran contra él".

Jonathan Swift

* * * * *

—Oh, querido —dijo una voz encima de él—. ¿Pero qué veo? Salí a ver esa exposición pringosa y horrible, ¿y qué me encuentro como obra número uno...? nada menos que el espectro de Lafitte, el pirata. No. Es Fatty Arbuckle. ¿O Marie Dressler? Dime pronto quién eres o me muero.

Ignatius alzó la vista y vio al joven que le había comprado el sombrero a su madre en el Noche de Alegría.

—Déjame en paz, mequetrefe. ¿Dónde está el sombrero de mi madre?

—Oh, aquello —el joven suspiró—. Lo siento, resultó destruido en una fiesta demencial. Le encantó a todo el mundo.

—Estoy seguro. No preguntaré concretamente cómo fue mancillado.

—No lo recordaría, de todos modos. Demasiados martinis aquella noche para el pequeño moi.

—Oh, Dios santo.

—¿Y qué haces tú con ese disfraz tan increíble? Pero si pareces Charles Laughton de reina gitana. ¿Quién pretendes ser? Dímelo, por favor.

—Sigue tu camino, mequetrefe —Ignatius eructó y el gaseoso estruendo repiqueteó en las paredes de la calleja. El gremio artístico de señoras volvió sus sombreros hacia la fuente de aquel volcánico retumbe. Ignatius contempló furioso la chaqueta de terciopelo tostado del joven, el jersey malva de cachemira, la onda de pelo rubio que caía sobre la frente de aquel rostro anguloso y chispeante.

—Lárgate de aquí, que te atizo.

—Oh, Dios Santo —el joven rompió a reír en breves ráfagas, alegres e infantiles, que estremecieron la chaqueta de terciopelo—. Tú estás loco, ¿verdad?

—¡Cómo te atreves! —chilló Ignatius.

Y acto seguido blandió el sable y empezó a darle mandobles en las pantorrillas a aquel joven con el arma de plástico. El joven reía y bailaba frente a Ignatius evitando las estocadas, y sus ágiles piernas le convertían en un blanco difícil. Por último, se alejó danzando hacia el callejón e hizo a Ignatius un gesto de despedida. Ignatius cogió una de sus botas elefantiásicas y la lanzo contra la pirueteante figura.

—Oh —gorjeó el joven. Y cogió la bota y se la tiró a su vez a Ignatius, acertándole en pleno hocico.

—¡Oh, Dios mío! Me ha desfigurado.

—Cállate, gordinflón.

—Puedo hacerte detener por agresión tipificada.

—Yo, en tu caso, me mantendría lo más alejado posible de la policía. ¿Qué crees que dirían cuando te vieran con esa pinta? Si pareces la novia del Capitán Marvel. ¿Detenerme a mí, por agresión? Seamos un poco realistas. Me asombra que te permitan andar por ahí siquiera con ese atuendo de echadora de cartas.

El joven prendió el mechero, encendió un Salem y luego lo cerró.

—Y así descalzo, y con esa espada de juguete. ¿Quieres tomarme el pelo?

—La policía creerá todo lo que yo diga.

—Vamos, qué dices, por favor.

—Pueden condenarte a varios años.

—Oh, vamos, tú estás en la luna.

—Bueno, no tengo por qué estar aquí sentado escuchándote —dijo Ignatius poniéndose las botas.

—¡Oh! —chilló el joven muy feliz—. Esa expresión. Eres Bette Davis empachada.

—Cállate ya, degenerado. Ve a divertirte con tus amiguitos. Debe haber muchos en este barrio.

—¿Y tu querida madre, cómo está?

—No quiero oír su santo nombre profanado por esos labios decadentes.

—Bueno, como ya está profanado, dime ¿Cómo le va? Era tan dulce y tan amable aquella mujer, tan natural. Vaya suerte que tienes.

—No estoy dispuesto a hablar de ella contigo.

—Si te empeñas, de acuerdo. Espero que no sepa que andas por la calle vestido de Juana de Arco húngara. Lo digo por lo del pendiente. Es tan magiar.

—Si quieres un disfraz como éste, cómpratelo —dijo Ignatius—. Y déjame en paz.

—Ya sé que una cosa así no puede comprarse en ningún sitio. Oh, pero causaría sensación en una fiesta.

—Sospecho que las fiestas a las que asistes tú deben ser auténticas visiones del Apocalipsis. Ya sabía yo que nuestra sociedad conducía a esto. De aquí a unos años, puede que tú y tus amigos os apoderéis del país.

—Uy, estamos planeándolo —dijo el joven, con una alegre sonrisa—. Tenemos conexiones en los puestos más altos. Te sorprenderías.

—No, en absoluto. Ya lo predijo Rosvita hace mucho tiempo.

—¿Qué demonios es eso?

—Una monja medieval, una sibila. Ella ha guiado mi vida.

—Uy, tú eres fantástico —dijo el joven alegremente—. Y, aunque parezca imposible, has engordado. ¿Dónde acabarás? Hay algo tan increíblemente viscoso en esa obesidad...

Ignatius se incorporó y clavó el sable de plástico en el pecho del joven.

—Toma, carroña —gritó, hundiendo el sable en el jersey de cachemira.

La punta del sable se rompió y cayó al suelo.

—Por Dios, hombre —gritó el joven—. Me romperás el jersey, loco.

Al fondo de la calleja, las mujeres del club artístico retiraban sus cuadros de la valla y plegaban sus sillas de jardín de aluminio como árabes dispuestas a escabullirse. Su exposición anual al aire libre había sido un fracaso.

—Yo soy la espada vengadora del buen gusto y la decencia —gritaba Ignatius. Mientras acuchillaba el jersey con su sable despuntado, las damas empezaron a salir de la calleja por la Calle Royal. Algunas rezagadas aferraban magnolias y camelias llenas de espanto.

—¿Por qué me habré parado a hablar contigo? Chiflado, que eres un chiflado —decía el joven en un susurro jadeante y malévolo—. El mejor jersey que tengo.

—¡Puta! —gritó Ignatius, cruzando el pecho del joven con el sable.

—Oh, qué horror.

El joven intentó huir, pero Ignatius le sujetó con firmeza de un brazo con la mano que no blandía el sable. El joven metió entonces un dedo por el aro que Ignatius llevaba en la oreja y tiró hacia abajo, diciendo, jadeante:

—Tira esa espada.

—Dios santo —Ignatius tiró el sable al suelo—. Creo que tengo la oreja rota.

El joven soltó el aro.

—¡Ahora sí que la has hecho buena! —balbució Ignatius—. Te pudrirás en una prisión federal el resto de tu vida.

—Mira cómo me has dejado el jersey, monstruo repugnante.

—Sólo la carroña más presuntuosa se atrevería a lucir un extravío como ése. Deberías tener un poco de decencia en el vestir, o al menos un poco de gusto.

—Eres un ser horrible. Con ese corpachón.

—Probablemente tendré que pasarme varios años en el hospital de garganta, nariz y oídos para curarme esto —dijo Ignatius, acariciándose la oreja—. Quizá recibas todos los meses unas facturas médicas escalofriantes. Mi equipo de abogados se pondrá en contacto contigo por la mañana en el lugar donde desarrolles tus dudosas actividades. Les advertiré previamente que pueden esperar a ver y oír cualquier cosa. Todos son abogados prestigiosos, pilares de la comunidad, aristócratas criollos que tienen un conocimiento muy limitado de las formas más subrepticias de existencia. Pueden incluso negarse a verte. Quizás envían a uno considerablemente menos representativo a que te vea, algún socio joven a quien hayan admitido en el grupo por piedad.

—Eres un animal.

John Kennedy Toole (La conjura de los necios)

* * * * *

Ignatius J. Reilly es un treintañero sin empleo fanático de la filosofía medieval y que desprecia los pilares morales de la sociedad que le rodea. No son pocos los defectos que conforman su personalidad: es cobarde, repugnante, caprichoso, reprimido, mentiroso patológico, egoísta hasta el extremo, infantiloide y aprensivo hasta la exacerbación. Vive con su madre en una casucha de los suburbios de Nueva Orleans, y dedica su tiempo a rellenar con sus divagaciones cuadernos Gran Jefe y a comer de una manera desaforada.

Un día Fortuna empieza a girar su rueda hacia abajo y tras sufrir un aparatoso accidente automovilístico con su madre, Ignatius se ve empujado al vertiginoso mundo laboral con el fin de poder pagar los desperfectos causados en el accidente. Él se resigna, como Boecio se resignó a su ejecución, y sale a buscar trabajo. Su actividad laboral y vital es el hilo que une y da sentido a toda la obra, a lo largo de esta se irá entretejiendo una red de personajes tan reconocibles, tan humanos, como memorables. Todos ellos confluirán en un extraño suceso que, para bien o para mal, les cambiará la vida y empujará a Ignatius hacia un mundo desconocido.


La Conjura De Los Necios es una disparatada, ácida e inteligentísima novela. Las desternillantes y absurdas situaciones que el carácter especial de Ignatius va generando a su alrededor, no eclipsan el crudo y trágico retrato que el autor hace del género humano en un segundo plano. Así, entre carcajadas, el lector experimentará también cierta tristeza provocada por ese subliminal trasfondo dramático de la novela.

El autor consigue una crítica mordaz de una sociedad americana basada en la decadente clase media. Logra mantener el interés del lector con un abanico de personajes de una originalidad inigualable. A través de la tortuosa y enrevesada personalidad de Ignatius, da un repaso a la época que le tocó vivir en un tono de burla que contrasta con la triste visión de las vidas de los personajes retratados.

Tras terminar La Conjura De Los Necios, a sus 32 años, John K. Toole intentó infructuosamente que la publicasen. Ello derivó en una profunda depresión que le condujo al suicidio. Gracias a la tenacidad e insistencia de su madre hoy podemos disfrutar de esta deliciosa obra galardonada con el Premio Pulitzer. También podemos encontrar publicada La Biblia De Neón, novela escrita cuando el autor tenía 16 años.