"La fuerza más fuerte de todas es un corazón inocente".
Víctor Hugo
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Para empezar, no eran niños. Al menos no todos. Había niños pequeños y niños mayores, pero también padres y abuelos. Quizá también algunos tíos. Y unas cuantas personas de las que viven en las calles y que parecen no tener familia.
—¿Quiénes son? —preguntó Gretel, tan boquiabierta como solía quedarse su hermano últimamente—. ¿Qué clase de sitio es ése?
—No estoy seguro —dijo Bruno, sin faltar a la verdad—. Pero no es tan bonito como Berlín, eso sí lo sé.
—¿Y dónde están las niñas? ¿Y las madres? ¿Y las abuelas?
—A lo mejor viven en otra zona.
Gretel no quería seguir mirando, pero le resultaba muy difícil apartar la mirada. Hasta entonces, lo único que había visto era el bosque hacia el que estaba orientada su ventana; parecía un poco oscuro, pero quizá más allá hubiera algún claro donde hacer meriendas campestres. Sin embargo, desde aquel lado de la casa el panorama era muy diferente.
A primera vista no estaba tan mal. Justo debajo de la ventana de Bruno había un jardín bastante grande y lleno de flores en pulcros y ordenados arriates. Parecían muy bien cuidados por alguien que hubiera comprendido que plantar flores en un sitio como aquél era una buena idea, como lo habría sido, durante una oscura noche de invierno, encender una velita en el rincón de un lúgubre castillo situado en medio de un brumoso páramo.
Más allá de las flores había un bonito adoquinado con un banco de madera, donde Gretel se imaginó sentada al sol leyendo un libro. En el respaldo del banco se veía una placa, pero desde aquella distancia no logró leer la inscripción. El asiento estaba orientado hacia la casa, lo cual podía resultar un poco extraño, pero dadas las circunstancias la niña lo entendió.
Unos seis metros más allá del jardín y las flores y el banco con la placa, todo cambiaba: paralela a la casa discurría una enorme alambrada, con la parte superior inclinada hacia dentro, que se extendía en ambas direcciones hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Era una alambrada muy alta, incluso más que la casa donde se hallaban los niños, y estaba sostenida por gruesos postes de madera, como los de telégrafos, repartidos a intervalos. En lo alto, gruesos rollos de alambre de espino enredados formaban espirales. Gretel sintió un escalofrío al ver las afiladas púas.
Detrás de la alambrada no crecía hierba; de hecho, a lo lejos no se veía ningún tipo de vegetación. El suelo parecía de arena, y Gretel sólo vio pequeñas cabanas y grandes edificios cuadrados, separados entre ellos, y una o dos columnas de humo a lo lejos. Abrió la boca para decir algo, pero no encontró palabras para expresar su sorpresa, así que hizo lo único sensato que se le ocurrió: volver a cerrarla.
—¿Lo ves? —dijo Bruno a su espalda. Estaba satisfecho de sí mismo porque, fuera lo que fuese aquello que se veía y fueran quienes fuesen aquellas personas, él lo había visto primero y podría verlo siempre que quisiera, puesto que se veía desde su ventana y no desde la de Gretel. Por tanto, todo aquello le pertenecía: él era el rey de todo lo que contemplaban y ella su humilde subdita.
—No lo entiendo —admitió Gretel—. ¿A quién se le ocurriría construir un sitio tan horrible?
—¿Verdad que es horrible? Me parece que esas casuchas sólo tienen una planta. Mira qué bajas son.
—Deben de ser casas modernas —sugirió su hermana—. Padre odia las cosas modernas.
—Entonces no creo que le gusten.
—No —dijo Gretel, y siguió contemplándolas.
Tenía doce años y se la consideraba una de las niñas más inteligentes de su clase, así que apretó los labios, entornó los ojos y se exprimió el cerebro para comprender qué era aquello.
—Esto debe de ser el campo —concluyó al fin, volviéndose a mirar a su hermano con expresión de triunfo.
—¿El campo?
—Sí, es la única explicación, ¿no te das cuenta? Cuando estamos en casa, en Berlín, estamos en la ciudad. Por eso hay tanta gente y tantas casas, y tantas escuelas llenas de niños, y no puedes caminar por el centro de la ciudad un sábado por la tarde sin que la multitud te empuje.
—Ya... —asintió Bruno, intentando seguir el razonamiento.
—Pero en clase de Geografía nos enseñaron que en el campo, donde están los granjeros y los animales, y donde se cultivan los alimentos, hay zonas inmensas como ésta donde vive y trabaja la gente que envía a la ciudad todo lo que nosotros comemos. —Miró de nuevo por la ventana y contempló la gran extensión que se abría ante ella, fijándose en las distancias que había entre las cabanas—. Sí, debe de ser eso. Es el campo. A lo mejor ésta es nuestra casa de veraneo —añadió esperanzada.
John Boyne (El niño con el pijama de rayas)
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Es el año 1942, Bruno tiene 9 años y vive con su familia en una comfortable casa de Berlín donde lleva una vida feliz y agradable. Un día su padre es enviado a una nueva misión militar y toda la familia deberá acompañarle. Pasar de vivir en una bonita casa de ciudad a una perdida en un lugar apartado será un golpe duro para Bruno, sobre todo porque no hay nadie con quien hablar ni niños con los que jugar.
Observando por la ventana de su cuarto descubrirá un mundo distinto al otro lado de una alambrada. Un mundo que no entiende donde toda la gente pulula en pijama durante todo el día. ¿Quienes serán esas personas?
(La opinión de Gonzalo próximamente, desde el mismo København)