"LA TRILOGÍA DE NUEVA YORK" de Paul Auster. (Colección Anagrama)
Paul Auster es un escritor difícil, para muchos inaccesible sobre todo debido a los finales de sus obras que simplemente son una metáfora de la vida, en la que no hay solución para ninguno de los problemas. La vida siempre tiene un final abierto (hasta que se cierra con la muerte).
La trilogía de Nueva York es un libro sin igual. El escritor norteamericano se asoma al mundo de los detectives e investigadores privados, que tantos argumentos de novelas (peores y mejores) ha generado y que tan gratas horas nos han brindado, al abrigo de una manta en nuestra cama o sillón preferidos.
Pero como Auster es Auster, no puede abordar este tema sin tejer uno de sus inconfundibles laberintos, que te atrapa y te envía al abismo.
Porque ese es el tema de esta trilogía, conformada por tres novelas cortas llamadas "La ciudad de cristal", "Fantasmas" y "La habitación cerrada": la caída hacia el abismo. Cómo la obsesión por su tarea obliga a los tres personajes principales de su obra a caer en picado y convertir su vida otrora simple, segura y acomodada, en una pesadilla obsesiva que terminará en la erosión más absoluta.
En "La ciudad de cristal", una misteriosa llamada cambiará la vida de Daniel Quinn, un escritor de novelas policiacas, al ser confundido con un detective y serle encargado el caso de vigilar a un hombre que pretende atentar contra su hijo.
En "Fantasmas", el protagonista es Azul, un detective a quien le es encargado el caso de controlar a un hombre, el Sr Negro. Esta tarea, a priori sencilla, dejará de serlo cuando Azul comience a dudar sobre quién vigila a quién.
"La habitación cerrada" (para mi la más brillante de las tres), el protagonista recibe el encargo de publicar la brillante obra de un desaparecido viejo amigo. Este hecho, que aparentemente le reportará felicidad, será el pistoletazo de salida para un obsesivo juego del gato, el ratón y la autodestrucción.
Uno de mis libros preferidos. No pude dejar de devorarlo. Y cuando no lo leía, no podía dejar de pensar en él.
Sin duda uno de los mayores exponentes de literatura contemporánea.
Exquisito en cada linea, una de esas obras dignas de ser releídas una y mil veces.
22 de enero de 2010
De obsesiones, detectives, escritores y vagabundos.
Por Ignacio 2 comentarios
Género: Paul Auster
13 de enero de 2010
Kobenhavn
Cuando el vello de sus brazos se erizó, Amanda se dio cuenta de lo tarde que era. No hacía mucho que el trabajo no la abandonaba ni a sol ni a sombra y esa tarde, como empezaba a ser habitual, se había tenido que llevar el trabajo a casa para así cumplir los plazos.
- Necesito vacaciones – suspiró al tiempo que sus manos hurgaban en el fondo de su bolso en busca de ese balsámico cigarrillo por el que su cuerpo ardía. Sabía que él detestaba su único hábito tóxico, pero ni estaba en casa ni daba la impresión de que fuera a aparecer. Cuando lo hubo encontrado, se encaminó a la puerta ventana que daba al pequeño balcón. Una bofetada de gélido invierno danés tensó su rostro. Pequeños copos blancos perlaban el barandal y a su mente acudió la imagen de su primer invierno en Copenhage y en lo torpe que había sido al intentar colocarle las cadenas a las ruedas del Toyota.
- Joder, no sé qué hago en este sitio- pensó mientras intentaba que el alquitrán inhalado le aportara algo de calor.
Con un siseo la colilla murió en el cenicero y Amanda volvió a la fría calidez de su apartamento. Como todos los jueves, Lars llegaría a las tantas, si llegaba. Otra deprimente noche en soledad. Empezaba a estar harta de su maldito negocio: en Dinamarca a nadie le importaban los caballos ¿a quién coño se le ocurría montar una cuadra en el jodido país de las bicicletas?
Se conocieron en Madrid una tarde de otoño en la que las nubes pintaban el cielo. Ella acababa de terminar una tormentosa relación de varios años. Él confiaba en que su Erasmus fuera suficiente para finiquitar las asignaturas que aún arrastraba. Todo fue muy rápido, tanto que sin darse cuenta Amanda le había seguido hasta su dichoso país, aunque probablemente le habría acompañado a las antípodas si él se lo hubiera pedido. Y ahí estaba, muerta de frío, con 16 horas de oscuridad a la que sus ojos no terminaban de acostumbrarse y matándose en una pequeña empresa que se aferraba a su supervivencia con uñas, dientes y todos los medios que a uno se le puedan ocurrir. Habían pasado tres agotadores años.
Estaba la ducha en marcha y el vapor inundaba el baño como la niebla en una mañana escocesa. Se colocó el pelo en un descuidado moño y se metió bajo el chorro. Era su momento del día, aquel en el que todas sus penas huían por el sumidero y salía con ánimos renovados para enfrentarse a la vida. Las mañanas eran lo único que aún le daba algo de alegría en Copenhage. El sol brillaba sin fuerza, pero al menos hacía acto de presencia. Pedalear por sus bacheadas calles con las manos firmemente asidas al manillar, sintiendo el relieve de los caminos le proporcionaba la falsa y efímera sensación de que llevaba las riendas de su existencia. Sin embargo, esa mañana sería distinta.
Bajó las escaleras a buen paso encaminándose hacia el parking de bicicletas. Le tenía cariño a su bicicleta holandesa de paseo. Al principio no se acostumbraba al freno del pedal, pero con el paso del tiempo se convirtió en su fiel aliada para moverse por aquella ciudad sin cuestas. Dobló la esquina buscando la llave del candado en su bolsillo y la serena expresión de su cara se quebró al alzar la mirada y ver el hueco vacío donde su vieja amiga solía descansar.
- ¡No puede ser, joder!- exclamó mirando a todas partes con la vana esperanza de encontrarla en otro sitio. La cadena inutilizada en el suelo hablaba con suficiente elocuencia.
- Puta mierda de ciudad- murmuró entre dientes mientras dirigía sus pasos hacia la estación del tranvía, que quedaba a unas manzanas de distancia, reorganizando su viernes para poder pasar por la comisaría a denunciar el robo. Inclinó la cabeza y reafirmó sus pasos cuando una helada brisa intentó impedir su marcha.
De pronto, a mitad de camino Amanda se detuvo en seco. El viandante que la seguía casi tropezó con ella, pero se las arregló para superarla sin tocarla, emitiendo un gruñido. Un manto de tristeza, incomprensión e impotencia cubría su mirada. El escaparate ante el que se había parado era el de una agencia de viajes nacional, nunca le había dedicado más que alguna mirada furtiva desde su bicicleta, pero ahora estaba ahí, parada mirando la publicidad que ofrecía. Un maduro y guapo madrileño vestido de chulapo la saludaba con su brazo de cartón extendido a medias, como un viejo amigo saluda a otro que acaba de apearse del tren, antes de fundirse en un abrazo.
Fue entonces cuando lo supo. No podía seguir en aquel lugar ni un día más, todo cuanto había en Dinamarca le acercaba un poco más a su muerte en vida. Tenía que volver a Madrid.
Amanda entró en la agencia de viaje con una sonrisa, la primera en muchos meses. Aceptó con gusto el café que le ofreció la guapa empleada y paladeó satisfecha el sabor de su vieja vida. En su interior el sol volvía a brillar con fuerza.
Por Ignacio 4 comentarios
Género: Historias de la Casa
19 de diciembre de 2009
Al rico webcómic I


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