"El motor de la historia es la lucha de clases".
Llegué ante una puerta que decía:
HABITACIONES LA JULIA
y más abajo, junto al picaporte: EMPUJE. Empujé y la puerta se abrió rechinando. Me vi en un vestíbulo débilmente iluminado por una lamparilla de aceite que ardía en la hornacina de un santo. El vestíbulo no tenía otro mobiliario que un paragüero de loza. A derecha e izquierda corría un pasillo en tinieblas y a ambos lados del pasillo se alineaban las habitaciones, en cuyas puertas se leían números garrapateados en tiza. Encendí una cerilla, la última, y recorrí el pasillo de la derecha, luego el de la izquierda. Me detuve por fin frente al número once y golpeé con los nudillos, suavemente al principio y con insistencia después. Nadie respondió; el silencio sólo se vio turbado por el gorgoteo de un grifo y el insólito trino de un jilguero. Se consumió la cerilla y aguardé unos segundos que me parecieron horas. Por mi cabeza cruzaron dos posibilidades: que la habitación estuviese vacía o que María Coral estuviese con alguien (el individuo que me había precedido en el cabaret, con seguridad) y que ambos, sorprendidos en su intimidad, guardasen escrupuloso silencio. En cualquiera de los dos casos, la lógica elemental aconsejaba una discreta retirada, pero yo no actuaba con lógica. A lo largo de mi vida he podido experimentar esto: que me comporto tímidamente hasta un punto, sobrepasado el cual, pierdo el control de mis actos y cometo los más inoportunos desatinos. Ambos extremos, igualmente desaconsejables por alejados del justo medio, han sido la causa de todas mis desdichas. Con frecuencia, en estos momentos de reflexión, me digo que no se puede luchar contra el carácter y que nací para perder en todas las batallas. Ahora que la madurez me ha vuelto más sereno, ya es tarde para rectificar los errores de la juventud. La perspectiva de los años sólo me ha traído el dolor de reconocer los fracasos sin poder enmendarlos.
¿Qué habría sido de mi vida si en aquella ocasión hubiera retrocedido, sofocado mis disparatados impulsos y olvidado la insana idea que me arrastraba? Nunca lo sabré. Tal vez se habrían evitado muchas muertes, tal vez yo no estaría donde estoy. Sólo sé que al abrir la puerta de aquella habitación abrí también la puerta de una nueva vida para mí y para cuantos me rodeaban.
Javier Miranda, chico de pueblo, viaja a Barcelona en busca de trabajo. Lo encontrará en un humilde despacho de abogados donde, a través del dueño, establecerá contacto con el mundo de la alta sociedad catalana. Su amistad con un forastero, Paul André Lepprice, le pondrá en contacto con la empresa Savolta. Oscuros sucesos inducidos por la lucha por el dominio de la compañía irán aconteciendo en un desarrollo en el que las cosas no son lo que parecen y donde no se termina de atar cabos hasta la última página.
El continuo entrelazado de diferentes piezas del argumento dando saltos continuos en el tiempo, hace que se trate de una novela dinámica y absorvente. Quizá este rasgo confunda al lector durante las primeras páginas pero luego no hace sino llamar aún más la atención sobre la trama. Además, gracias a la gran variedad y riqueza de personajes en la obra, el autor consigue dar una visión completa de la intrahistoria de la época y enriquecer una trama complicada sin muchos artificios.
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